1 de noviembre de 2011

Era ella...

Él sólo la vio durante un segundo. Una mínima fracción de tiempo, fulminante y  vertiginosa, inspirada quizá en cierta casualidad y aderezada con algo de suerte, en la que sus ojos se posaron en su rostro. Pasó por delante de sus narices, cobijada por aquel paraguas de rayas y la capucha de aquel raído trescuartos de lana que su madre le regaló el día que cumplió sus veintidós primaveras. La lluvía caía débilmente sobre la ciudad y él ni siquiera había traido paraguas. La lluvia le estaba empezando a empapar el pelo, los bajos de sus pantalones estaban empapados de agua y empezaba a notar cierta humedad en su espalda.
La vió durante una centésima de segundo, durante lo que dura en extinguirse un relámpago. Pero estaba seguro de que era ella. Esa mínima sonrisa que dibujaba entre los pliegues de su bufanda. Ese pelo lacio, que parecía escapar entre la capucha de lana. Esos ojos negros como la noche más profunda y romántica. Y sobre todo, ese aroma, ese dulce aroma de mujer que siempre desprendía y del que siempre se embriagaba… si, era ella, no tenía ninguna duda.
¿Cuánto llevaba sin verla? ¿Un año? ¿Dos? La había casi borrado de su mente, y aun así ella había vuelto, como la rutinaria marea… como el invierno. La ciudad los había tragado como el desierto traga dos minúsculos granos de arena. Ahora tenía el instinto de llamarla, de quedar con ella a tomar café, de oir su voz… Ahogo sus deseos en la lluvía que fuertemente caía y empezaba a crear grandes charcos en la avenida.
Se acomodó su mochila en el hombro y, como si nada hubiera pasado, continuó su marcha calle abajo, deprimido e indefenso ante la intensa lluvia que no paraba de caer. 

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