17 de noviembre de 2011

Cuaderno de Bitácora: Amsterdam


Cuando uno oye hablar de Amsterdam, intuitivamente su mente piensa en los coffee shops, el barrio rojo y la Heineken. Pero en esta ciudad no todo es fumar maría, ver a prostitutas en escaparates y beber la mundialmente conocida cerveza verde, con permiso de la danesa Carlsberg. No, hay mucho más.
Tuve la desgracia (o suerte, según se mire) de ver la ciudad únicamente por la noche (es lo que tienen los viajes de negocios). No puedo hablaros de monumentos ni de museos, porque no los vi. No puedo hablaros sobre la arquitectura de los edificios, sobre su diseño, ni sobre todas esas ‘cosas’ que tanto gustan a los adoradores de Le Corbusier, porque sencillamente no las aprecié. Pasé por la ciudad como el que lleva años viviendo allí: sin fijarme en ningún detalle, sin pararme a ver ninguna fachada, ningún monumento, ninguna maravilla (sin contar a la holandesas… ;)
Lo que si me impactó, fue la mezcla racial. Es raro encontrar a un holandés, con raices holandesas, en el metro, en la calle, en un bar… Tienes restaurantes italianos, tailandeses, chinos, japoneses, vietnamitas, argentinos, uruguayos, marroquíes, argelinos, egipcios,… ninguno puramente holandés. Y aunque parezca raro, tampoco vi ningun español. Creo que esta gente necesita una buena tortilla de patatas para ver la vida algo mejor.
La mezcla, a la vez de desconcertante (nunca sabes si hablas con un holandés, alemán, inglés,… o incluso español), da a la ciudad un aire cosmopolita que, a mi personalmente, me encanta. Esa mezcla de culturas, de idiomas, de formas de vivir y de pensar, enriquece a la ciudad y hace que esos monumentos no sean lo más importante de una visita. Tanta mezcla trae consigo otra ventaja técnica: todo el mundo habla inglés. Algo vital que, si no has vivido en un pais con un idioma demoniaco en donde más del 70% de la gente no habla inglés, no sabrás apreciar. Te saludan en holandés, continuan hablandote en inglés y, en numerosas ocasiones, se despiden de ti con un tímido y acentuado ‘hasta luego’ (con una ‘h’ aspirada realmente tierna).
Pero si algo tiene de maravilloso esta ciudad, es la vida. En Amsterdam, la vida, se mueve a ritmo de pedaladas. ¿Creen que es raro ver a un ejecutivo con traje y corbata dirigirse a su oficina en bicicleta? No han estado en Amsterdadm. ¿Creen que es imposible llevar a tres niños pequeños en una bicicleta al colegio? No han estado en Amsterdam. El coche es el segundo vehículo de esta ciudad. Vivir en Amsterdam y no tener bici debe ser considerado un sacrilegio, te hace ser el chico raro y que todos te miren. No se me escandalicen si les digo que, probablemente, en todo Amsterdam haya más bicicletas que en toda España... sería cuestión de hacer números.
Pero esa adoración por la bici llega incluso más lejos: Viernes noche. Plaza de Rembrandt (lugar con numerables pub's y gran ambiente de fiesta). Ni una farola, árbol, poste o cualquier cosa donde pueda recostar tu bicicleta libre. Me desconcertó ver a chicas arregladas, con mini-falda (con sus leggings correspondientes), zapatos de tacón y pedaleando hacia el pub donde donde probablemente había quedado con sus amigas. 
En fin, Amsterdam, una ciudad de contrastes que se mueve al ritmo que des a los pedales y que ninguno debería dejar de visitar... yo si es posible, volveré.

9 de noviembre de 2011

Günter Schbawoski y la metedura de pata que derribó 'El Muro'


"All in all you're just another brick in the wall" PINK FLOYD

Estamos en el verano de 1989. La situación en la RDA es asfixiante y gracias a la reducción de control fronterizo en varios países del pacto Praga – Varsovia, muchos alemanes orientales emigran a países como Hungría o Checoslovaquia donde pasar la frontera hasta occidente es más sencillo. Alemania Oriental se desangra, y sólo en septiembre 13.000 alemanes orientales emigran a Hungría y Checoslovaquia para, posteriormente, pasar a Occidente y pedir asilo en la RFA.

1 de noviembre de 2011

Era ella...

Él sólo la vio durante un segundo. Una mínima fracción de tiempo, fulminante y  vertiginosa, inspirada quizá en cierta casualidad y aderezada con algo de suerte, en la que sus ojos se posaron en su rostro. Pasó por delante de sus narices, cobijada por aquel paraguas de rayas y la capucha de aquel raído trescuartos de lana que su madre le regaló el día que cumplió sus veintidós primaveras. La lluvía caía débilmente sobre la ciudad y él ni siquiera había traido paraguas. La lluvia le estaba empezando a empapar el pelo, los bajos de sus pantalones estaban empapados de agua y empezaba a notar cierta humedad en su espalda.
La vió durante una centésima de segundo, durante lo que dura en extinguirse un relámpago. Pero estaba seguro de que era ella. Esa mínima sonrisa que dibujaba entre los pliegues de su bufanda. Ese pelo lacio, que parecía escapar entre la capucha de lana. Esos ojos negros como la noche más profunda y romántica. Y sobre todo, ese aroma, ese dulce aroma de mujer que siempre desprendía y del que siempre se embriagaba… si, era ella, no tenía ninguna duda.
¿Cuánto llevaba sin verla? ¿Un año? ¿Dos? La había casi borrado de su mente, y aun así ella había vuelto, como la rutinaria marea… como el invierno. La ciudad los había tragado como el desierto traga dos minúsculos granos de arena. Ahora tenía el instinto de llamarla, de quedar con ella a tomar café, de oir su voz… Ahogo sus deseos en la lluvía que fuertemente caía y empezaba a crear grandes charcos en la avenida.
Se acomodó su mochila en el hombro y, como si nada hubiera pasado, continuó su marcha calle abajo, deprimido e indefenso ante la intensa lluvia que no paraba de caer.