17 de abril de 2016

...

Él no quería otro whisky. Rechazó la invitación del camarero, incluso cuando éste le dijo que corría por cuenta de la casa. No quería beber más. Llevaba tres copas y creía que aun podía controlar sus sentimientos y emociones... Otra copa hubiera sido demasiado. Otra copa le hubiera hecho decir tonterías, sonreír en exceso, cometer un error... que no era lo que precisamente estaba buscando.
Enfrente, ella, seguía fumando (¿cuánto tiempo podía llevar con ese cigarrillo?). No es que el humo le molestase, pero empezaba a metérsele en los ojos y estaban empezando a llorarle. Sostuvo su copa de whisky en la que sólo quedaba agua descongelada y bebió amargamente. La estaba escuchando, de hecho pensaba que llevaba demasiado tiempo escuchándola; no es que esa conversación fuera aburrida... pero no necesitaba escucharla, parecía comprender todo de ella incluso sin esa explicación.
Ella se incorporó. Un suave mechón rubio le cubrió su ojo derecho. Ella no lo apartó, cosa que él lamentaba, pues no podía mirar ese maravilloso ojo verde, y no se contentaba con el otro.
Su mirada se clavó en él y una especie de estremecimiento recorrió su cuerpo. Era imposible no estremecerse ante aquella mirada, tan llena de fuego y a la vez tan helada que...
- ... Si te digo la verdad, no tenía ni la menor intención de volver.- Le dijo de repente ella.
- Y yo no tenía la esperanza de que volvieras.- Contestó él.
Pero era mentira. Esperaba su vuelta desde hacía mucho tiempo. Y ella también mentía: nunca se había ido. Él sabía que ella siempre había estado ahí, a la vuelta de la esquina, en el pasillo de al lado en el supermercado, tan cerca y a la vez tan lejos.
- ¿Dónde has estado todo este tiempo? - Preguntó él.
- ¿Me echabas de menos?
- No... No exactamente. Simplemente quería volver a estar contigo.
- ¿En un bar? ¿Harto a whisky, con los ojos llorosos y la mente perturbada?
- No. Contigo.
- Lo que yo digo... Me echabas de menos.
Exhaló el humo y se lo echó directamente a la cara. Él aguantó la tos estoicamente. La odiaba. Ella sacaba lo peor de él, y cuando estaba a su lado, sabía que su vida no valía más que aquel whisky con hielo que acaba de terminar. Tenerla a su lado era caer en la más profunda melancolía, era dormir arropado por la soledad cada noche y desear, nada más amanecer, que el día durase lo mínimo posible. Pero sin ella su vida no era mejor. ¿Por qué renunciar a ella si sabía que al menos podía darle algo? Algo a lo que aferrarse cuando el barco ya hace tiempo que se había hundido.
- ¿Qué haces ahora?- Le preguntó ella.
- Lo mismo que hacía cuando te marchaste: sobrevivir.
- ¿Nada nuevo? ¿Nadie nuevo?
- Nadie y mucha gente al mismo tiempo… Ya sabes… Si no hubiese nadie quizá no estarías aquí.
- Y si lo hubiese tampoco.
- A veces.
Volvió a dar otra calada larga a su cigarro que ya empezaba a acabarse. Lentamente, fue alzando su mirada hasta que sus ojos se clavaron en los de él. Permanecieron así largo tiempo, uno frente al otro, mirándose. Pero no era una mirada de amor, ni siquiera de aprecio. Era más una mirada escudriñadora, como la de dos púgiles que se miran en el cuadrilátero antes de empezar un combate intentando adivinar que táctica seguirá cada uno, que golpe será el ganador, una mirada desafiante, ruda y teñida del humo del cigarro que clamaba por ser apagado.
- Creo que tengo que irme, guapo.- Dijo ella.
- Creo que yo también.
Ambos cogieron sus respectivos abrigos y salieron al frío de aquella noche, húmeda y lluviosa como tantas, que extendía sus garras sobre la ciudad. Se volvieron a mirar.
- ¿Volveré a verte? – Preguntó él.
- Seguramente… Aunque no se decirte cuando.
- Ah, ¿pero habrá un cuando?
- Si, muchachito. Al parecer, por una temporada al menos, vas a tener suerte conmigo.
- Doy gracias.
Le sonrió, y eso era mucho. Su sonrisa no era como la de cualquier mujer. Era especial. Era algo que podía devolver la vida a un alma errante como la suya. Ella abrió su paraguas verde, le miró por última vez, y saliendo bajo la lluvia, se marchó calle adelante con ese aire que dejan las chicas guapas cuando, después del último beso, te dejan esperando el siguiente mientras ellas, caminando de espaldas, saben que las observas marcharse esperando que se den la vuelta… Pero nunca se la dan.
Esta vez tampoco hubo suerte. Ella siguió caminando. Él se enfundó su raído anorak y marchó, bajo la fina lluvia de abril, por el lado opuesto al que se había ido su Inspiración.